Coaching – Metáfora (18) Semillas y confort

Hace poco leía una reseña sobre una serie de investigaciones que demuestran que los ratones de laboratorio, al ser dejados en libertad, desarrollan unos cerebros un 25% más grandes en comparación con aquellos que permanecen cautivos. Lo cierto es que, en el caso de humanos, cada vez que bloqueamos nuestra naturalidad emocional, limitamos y secuestramos algunos de nuestros recursos más genuinos. La vida supone asumir riesgos, pero «lo conocido», «lo que debería ser» o «lo que esperan de mí» ejercen un considerable poder que inactiva nuestros avances.

A continuación podemos leer una metáfora que ejemplifica lo que me apetece compartir.

Dos semillas yacían en una pequeña hendidura en el campo, donde un campesino las había esparcido. A medida que avanzaba el otoño, las lluvias fueron deshaciendo la tierra, que lentamente comenzó a cubrirlas.

Pacientemente, las semillas esperaron a medida que las noches se fueron haciendo más largas y los días más fríos. Se apretaban una contra la otra para darse calor. Aunque estaban debajo de la superficie de la tierra, percibían los cambios que seguían desarrollándose por encima de ellas. Advirtieron la modificación en el tipo de lluvia, cuando los vientos racheados y cálidos procedentes del oeste dejaron paso a los vientos oblicuos y mezclados con agua y nieve, llegados del norte y propios de la estación invernal.

Aguardaron refugiadas a medida que se afianzaron los rigores del invierno. Sintieron las firmes garras de las primeras heladas sobre el suelo y después el peso de las nevadas acumulándose por encima de ellas. Se apretaron la una contra la otra con más fuerza todavía. Y esperaron.

Tiempo después cambiaron las presiones, la nieve empezó a deshacerse y el suelo volvió a estar blando y húmedo. Los cálidos vientos de la primavera acariciaban dulcemente los campos y las dos semillas comenzaron a sentir unos impulsos enérgicos en su interior.

La primera de las semillas se dijo para sí: “Me gustaría saber qué es lo que hay allá arriba”, y comenzó a echar unos finos brotecitos verdes hacia la superficie de la tierra. “Y me gustaría saber qué es lo que hay más abajo”, afirmó. Se esforzó entonces para echar unas minúsculas raíces indagadoras que profundizaban en el suelo por debajo de ella.

Pero la segunda de las semillas se dijo: “No tengo la menor idea de lo que pueda haber allá arriba. Podría ser algo espantoso. Y tampoco sé lo que puede haber ahí abajo. Inspira verdadero pánico. De manera que me voy a limitar a quedarme un poco más de tiempo como estoy”.

No mucho después, la primera semilla se había abierto paso a través de la tierra y estaba disfrutando de las sensaciones asociadas al cálido sol primaveral, del aire fresco y del resto de cosas maravillosas y nuevas que había a su alrededor y que ahora podía ver y experimentar. Sus raíces también se fueron adentrando cada vez más en el suelo, extrayendo energía, nutrientes y fuerza del sustrato del entorno.

Pero la segunda semilla seguía con su monólogo interior: “Lo que pueda haber allá arriba podría ser peligroso. ¿Y quién sabe lo que habrá ahí abajo? Me parece que me voy a quedar un poco más de tiempo como estoy”.

Al finalizar la primavera, la primera semilla se erguía convertida en un tallo, fuerte y alto. Podía contemplar los campos desde cierta altura y con un placer y una sensación de logro más que considerables. Sus raíces estaban profundamente arraigadas en el suelo, proporcionándole un fundamento desde el que podía florecer y seguir creciendo aún con más fuerza.

La segunda semilla proseguía aún bajo tierra, con su estrategia exenta de todo riesgo.

Hasta que apareció un pollo y se la comió.

Fuente primaria: Tradición rusa.
Nota:
Me gustaría dedicar este post a Carol,  participante en la V Edición del Taller de Inteligencia Emocional (IE1) en Valladolid (Mayo 2014)