Coaching – Metáfora (17) De burros, niños y opiniones ajenas

¿Qué peso tienen las opiniones en nuestros comportamientos? ¿Somos conscientes de cómo nos afectan y condicionan nuestra vida diaria las expectativas del entorno?

Al hilo de la necesidad de aprobación por parte de los demás, el psicólogo estadounidense Wayne W. Dyer advierte que obsesionarse con esa validación externa equivale a decir: «lo que tú piensas de mí es más importante que la idea que yo tengo de mí mismo».

El precio a pagar por esta cubrir esta necesidad se traduce en que perdemos la oportunidad de ser quien somos. Vivir bajo el yugo de sentirse acepado supone una renuncia a la espontaneidad,  a los propios intereses personales e incluso a la propia esencia. Y ése, desde mi punto de vista, es un precio demasiado muy caro.

La siguiente metáfora ejemplifica esta paradoja, muy presente en los tiempos que corren.

Cierto día del año 1.456 un campesino entró en una gran ciudad del condado de Norfolk  con su hijo y un burro. El hombre iba montado en el burro y su hijo iba a pie guiando al burro con una soga.

Tan pronto como atravesaron los muros de la ciudad escucharon a un transeúnte decir en voz alta: «!Qué vergüenza! Mirad a ese hombre montado en su burro como si fuera un señorito, mientras que su pobre hijo va agotado del esfuerzo por ir siguiendo su paso!». Lleno de vergüenza, el campesino se bajó y montó a su hijo, mientras que él mismo continuó a pie al lado del burro.

Al llegar a la siguiente calle, un vendedor ambulante dirigió la atención de sus clientes hacia los viajeros. «Mirad eso. Ahí va ese picaruelo como si fuera un príncipe heredero, mientras que su pobre y anciano padre se arrastra penosamente por el pedregoso camino». Azoradísimo, el joven muchacho le pidió a su padre que montara detrás de él.

Al volver la esquina de la siguiente calle, una mujer que vendía patas de murciélago y veneno de sapo les espetó: «¿A dónde ha ido a parar la raza humana? Los hombres ya no tienen la menor sensibilidad con los animales. Mirad ese pobre burro, con el lomo a punto de partirse a la mitad a causa del peso de esos gandules. Ojalá tuviera aquí mi bastón para poder atizarles… !qué vergüenza!»

Al escuchar esto el campesino y su hijo,  se bajaron inmediatamente sin decir una palabra y siguieron a pie al lado del burro. Pero no habían pasado más de cincuenta metros, cuando oyeron al dueño de un puesto del mercado gritarle a su compañero del puesto de al lado: «Me pensaba que yo era estúpido, pero ahí tienes un zoquete de dos patas. ¿De qué sirve tener un burro si no le obligas a hacer el trabajo que le corresponde?»

El campesino se detuvo entonces y después de darle al burro una palmada cariñosa en el hocico, le dijo a su hijo: «Hagamos lo que hagamos, siempre habrá alguien que no esté de acuerdo. Tal vez sea la hora en que decidamos nosotros mismos lo que pensamos que es lo correcto y actuemos en consecuencia».

Fuente primaria: Mark Richards.
Fuente general:
Tradición oriental. Existe una versión en Idries Shan.

Nota: Me gustaría dedicar este post a Javi Mata,  participante en la III Edición del Taller de Inteligencia Emocional (IE1) en Valladolid (Abril 2013)